
«Cuando llegaron al portón del Club Náutico, que se abría en la carretera, Irene se bajó del coche para levantar la tranca. Roberto la observó, con su cuerpo perfecto, su minifalda de cuero negro y un ajustado jersey de cuello alto color teja, vacilante sobre unos zuecos altísimos, y sintió nostalgia de los vaqueros y las bambas blancas que se ponía Julia para ir al club. Metió el coche en el camino de tierra y esperó a que Irene subiera de nuevo. El olor a pino lo invadía todo y el ruido que hacía la grava, al ser aplastada por las ruedas, que giraban lentamente, le produjo a Roberto la sensación de que el mundo, casi, casi, estaba bien hecho. A ver si se muere Franco ya de una vez y podemos dedicarnos solamente a disfrutar de todo esto, le comentó a Irene. Aparcaron en la trasera de la pequeña construcción y se dirigieron al comedor atravesando la galería que se abría hacia el pantano en ocho arcadas encaladas. Roberto pidió al camarero una mesa que diera al agua.
–Pues está libre la pequeña que os gustaba a Julia y a ti –le dijo–. La que tiene mejor vista a los veleros. Por cierto, no pensaba verte tan pronto por aquí. Como te llevaste el 420 en junio, pensaba que ya os habíais marchado definitivamente de Granada.
–Sí. Nos hemos ido, pero he venido este fin de semana a solucionar algunos asuntos pendientes.
–Y Julia, ¿no ha venido contigo?
–No. Ella ya estaba aquí, pero no ha podido venir hoy –dijo Roberto, algo molesto con tantas preguntas. Por eso, justo por eso, decidió contestar a la que sabía que vendría después, dadas las miradas que el camarero estaba lanzando a su acompañante, antes de que fuera formulada–. Te presento a Irene, la que va a ser mi cuñada, la novia de un hermano de Julia que vino con nosotros por aquí algunas veces. Seguro que te acuerdas de él.
–Me acuerdo de haber visto por aquí a dos hermanos de Julia –Y, extendiendo la mano hacia Irene, añadió: –tu cara también me suena. Creo que ya has venido alguna otra vez por aquí, con Julia también, ¿no?
–Sí, sí. He venido alguna vez con ella –intervino Irene aceptando la mano extendida–. Cuando tú estabas en la mili –dijo mirando a Roberto–. Bueno, a mí esto de los deportes no me va mucho, pero Julia me pedía que la acompañara y tampoco estaba mal pasarme un rato mirando el agua.
–Oye, ponnos unas patatas a lo pobre y un choto al ajillo con un cuarto de vino de la costa –dijo Roberto intentando dar la conversación por terminada–. ¿Te parece bien, Irene?
–Sí, sí, perfecto, pero con un tomate aliñado también, por favor.
Durante la comida hablaron de planes de futuro. Irene le dijo que pensaba seguir en el banco en el que había encontrado trabajo. Le gustaba. Lo de dar clases ni se lo planteaba, por el momento.
–Y, fíjate por donde, lo bien que me ha venido ahora: el banco está tan cerca de la cárcel que he podido llevar churros a Julia todos los días en el rato de descanso que nos dan para el café de media mañana. Pero no me dejan entrar a verla. ¿Sabes lo que piensa hacer cuando salga?
–Mañana, cuando la vea… Bueno, imagino que dar a luz y esperar a que la criatura pueda ir a una guardería. En esta situación, no podrá continuar buscando trabajo. Ya está de seis meses y, por muy pronto que salga, ya se le notará mucho el embarazo. Aunque se empeñara en encontrar trabajo, que es muy capaz de intentarlo, no se lo darían.
Cuando estaban tomando los cafés, el camarero se acercó a la mesa.
–¿Te has dado cuenta de que han puesto en el corcho la foto que os hice a Julia y a ti a principios de marzo del 73? Aquel domingo hacía tanto frío que sólo navegasteis vosotros y decidimos que la proeza merecía una foto. Bueno, pues no sé muy bien por qué, pero la semana pasada hubo un socio que se empeñó en que teníamos que poner una foto vuestra. No cejó hasta que lo consiguió.
–¿No me digas que tenéis esa foto? La he buscado miles de veces. Creía recordar que habíamos hecho una copia para nosotros –dijo Roberto, levantándose y acercándose al corcho.
Tras unos segundos de búsqueda, encontró la foto en la parte de abajo, a la izquierda: el 420, con la proa recostada en la arena y las velas todavía desplegadas. Julia y él en primer plano, los dos de medio perfil y muy juntos. Él con el pelo tan largo que le tapaba toda la frente, hasta las cejas, y también el cuello. Un bocadillo en la mano. Vestido con un jersey beige, muy amplio, metido por dentro de unos pantalones viejísimos de pana, que necesitaban un cinturón, de cuero, para sostenerse. Las botas, viejas, pero bien engrasadas. Julia, con el anorak azul marino que él le había dejado para que no tuviera tanto frío. Le quedaba muy largo y, con el cuello levantado, sólo dejaba asomar su cabecita y sus delgadas piernas, cubiertas por unos vaqueros también muy viejos y con las rodilleras dadas de sí. Estaba apoyada sobre él. Su cabeza parecía amoldarse a la perfección al hueco que quedaba entre su barbilla y su hombro –o al menos así lo percibía ahora Roberto–. Los dos miraban a cámara, sonrientes. Ese momento, y tantos otros como ese, no podrían ser barridos de golpe por un vendaval llamado Simón –pensó–. Y tuvo claro que Julia le quería a él. Y él a ella también. Y que al día siguiente la podría ver.»